martes, 9 de septiembre de 2008

Para una farmacopea de la escritura

"La ebriedad se limita a descubrir, como si apartásemos una cortina o como si ella forzase la puerta de criptas: es una llave, entre muchas otras".

Jünger


La relación entre drogas, literatura y literatos es tan antigua que se pierde en la noche de los tiempos, ya que se remonta a los textos más antiguos y fundamentales para civilizaciones y culturas en todo el mundo. Rastrear los orígenes de ésta implica comprender, también, la historia y el papel de los fármacos en la Historia Universal. Las referencias al opio, al alcohol y al cáñamo, en consecuencia, son múltiples desde entonces.

Homero mencionaba ya, en La Odisea, las propiedades más esenciales del opio, atribuyéndoselas al nepente, licor de origen vegetal que, mezclado con otras sustancias secretas "los dioses empleaban para curarse los dolor y las heridas y que también producía olvido", según la descripción mitológica del María Moliner.

En la Roma imperial, Plinio menciona también al opio y a sus propiedades, al tiempo que los romanos consumían cannabis en sus festines, de lo que dejan constancia diversos textos. Tanto la Biblia como el Corán tratan el asunto del alcohol desde distintas concepciones, mientras que numerosos autores chinos, desde poetas hasta emperadores, han escrito sobre el opio, el cáñamo y otros fármacos como presencias de suma importancia en la historia de su sociedad.

En suma nadie, o casi nadie, escritor o no, escapa a la influencia de las drogas en la historia humana… y en consecuencia, la literatura de todas las épocas refleja esta relación de los más distintos modos, y es así que las drogas han creado, acompañado, encumbrado y destruido a los más distintos escritores de todas las épocas. Del tabaco al opio, del alcohol al hashish, del té y el café a la mescalina, es difícil pensar en algún autor que no haya experimentado con alguna droga, o más aún, que ésta no haya influido de una manera u otra en su obra.

Bajo esta perspectiva, resulta por demás complicado hacer un recuento mínimamente completo de esta relación milenaria. Sin embargo, ateniéndonos a la tradición literaria moderna de Occidente, no resulta tan aventurado afirmar que la relación entre drogas y literatura tiene parteaguas a partir de Samuel Taylor Coleridge (1772-1834), quien alude con toda claridad, en las cinco últimas líneas de Kubla Kahn, a los poderes visionarios del opio

¡Ved sus ojos de llama y su cabello loco!
Tres círculos trazad en torno suyo
y los ojos cerrad con miedo sacro,
pues se nutrió con néctar de las flores
y la leche probó del Paraíso».


Con ello, Coleridge introduce la noción de la exploración personal del mundo interior y de la divinidad a través de distintas sustancias en el mundo occidental, al tiempo que inaugura un tema literario que irá posteriormente desarrollándose según la época, la droga y el autor. Su influencia será enorme.

Una vez inaugurada esta tradición, podemos decir que una cantidad innumerable de escritores ha utilizado drogas con los más diversos propósitos y resultados, pero principalmente como vehículos de exploración, conocimiento e inspiración; como motores químicos para el acto de escribir… o como estilo de vida y de autodestrucción, también.

A Coleridge seguirá Thomas de Quincey, cuyas Confesiones de un opiómano inglés son consideradas, con toda justicia, el mayor texto escrito jamás sobre la condición humana ante el poder de una sustancia; y a partir de este texto podemos encontrar toda suerte de referencias al alcohol, al opio, al tabaco, al hashish y a la cocaína, principalmente; en autores tan diversos como Wilkie Collins, Mary B. Shelley, Wordsworth, Byron, Blake, Keats, Stevenson, Conan Doyle o Poe, sólo en la lengua inglesa, pero también en otras del continente: Baudelaire, Rimbaud, Michaux, Cocteau, Nin, Artaud, Walter Benjamin o Jünger escriben sobre sus propias experiencias en ese nuevo universo interior develado por las sustancias psicoactivas.

En efecto. Las drogas, como dice Jünger en el epígrafe de este texto, se convierten a partir del siglo XIX, para la literatura y sus autores en llaves legítimas, capaces de abrir las puertas de la percepción (Blake) hacia universos relativamente poco explorados.

Y si la literatura es consustancial a la cultura humana, los actos de la revelación y de la trascendencia personal a través de la palabra y la escritura son esenciales al escritor, las drogas son un vehículo natural para muchos de ellos. Aldous Huxley lo expresa de la siguiente manera en Las puertas de la percepción, dedicado en buena medida, aunque no únicamente, a la mescalina:

"Parece muy improbable que la humanidad en libertad pueda alguna vez dispensarse de los Paraísos Artificiales. La mayoría de los hombres y mujeres llevan vidas tan penosas en el peor de los casos, y tan monótonas, pobres y limitadas en el mejor, que el afán de escapar, el ansia de trascender de sí mismo, aunque sólo sea por breves momentos es y ha sido siempre uno de los principales apetitos del alma."


En efecto, pero a esto habría que agregar que la literatura es, o no es, por sí misma; y las drogas no son, tampoco, un motor infalible para la creación, ni literaria ni de ninguna otra especie. Dos ejemplos, disímbolos, podrían dar cuenta de ello:

De Quincey señalaba, al describir las inmensas posibilidades oníricas del opio, que la cualidad esencial del sueño radicaba en el soñador, y no en la droga: "un carnicero que consuma láudano tendrá sueños de carnicero"; mientras que una versión mexicana de este mismo tema la encontramos en una entrevista realizada por un reportero al maestro Agustín Lara, y en la que el primero le pregunta al maestro sobre la veracidad de las versiones en cuanto a su afición por componer canciones bajo el influjo de la marihuana, a lo que el vate respondió, sacando su pitillera y ofreciendo un cigarrillo de cannabis al periodista: "Fúmese esto, y luego escriba una canción como yo".

Se comprende, así, que De Quincey haya sido uno de los grandes opiómanos de la literatura y que haya logrado en ella cúspides que actualmente se ven sumamente difíciles de alcanzar por otros autores; de la misma manera que tampoco nos debería parecer extraño que Paco Ignacio Taibo II sea un adicto confeso del tabaco y la coca-cola; o que la adicción de Philp K. Dick a las anfetaminas haya jugado un papel esencial para consolidar su paranoia, cuya influencia es historias como Do Androids Dream of Electric Sheep? y Minority report es innegable, tanto como el impacto que ambos textos han tenido en la historia del cine moderno.

Es así, finalmente, que el siglo XX está lleno también de autores, de todas partes del mundo, que han continuado con esta tradición, si bien el contexto cultural en que se han desenvuelto dista casi una eternidad con respecto a la de los primeros psiconautas literarios, y se extiende también a los ámbitos de la cultura pop, incluida en ella, por supuesto, a la música y otras expresiones artísticas propias de ésta.

La prohibición universal de las drogas, fenómeno del siglo XX, dio lugar a una nueva corriente literaria cuyos fines se encuentran no solamente en la exploración personal, el conocimiento de nuevos universos y la creación que se deriva de ellos, sino también en la construcción de una respuesta política al pretendido orden moral inamovible de las sociedades occidentales contemporáneas.

Por ello, en términos de la contracultura norteamericana de fines de los años sesenta del siglo XX, la obra de Kerouac, Ginsberg o Burroghs, cuya afición por los derivados del opio, la cocaína, la marihuana, el alcohol y los psicodélicos, contiene también un claro trasfondo de orden político que sigue siendo un paradigma de nuestra época, cuya influencia sigue presente en nuestros días, tal y como Octavio Paz mismo escribió:

“Ahora estamos en posición de entender la verdadera razón para la condena de los alucinógenos, y por qué se castiga su uso: las autoridades se comportan no como si quisieran erradicar un vicio dañino, sino como quien trata de erradicar una disidencia. Como es una forma de disidencia que va extendiéndose más y más, la prohibición asume el carácter de una campaña contra un contagio espiritual, contra una opinión. Lo que despliegan las autoridades es celo ideológico: están castigando una herejía, no un crimen.”


Hay que hacer votos, en consecuencia, para que esta clase de herejes literarios sigan entre nosotros por mucho tiempo más.


(Versión original del texto aparecido en Hoja por Hoja del sábado 6 de septiembre de 2008, bajo el título La droga en el librero)

1 comentario:

MAMADOC dijo...

Bonita exposición... Entre los franceses usuarios del cáñamo... el Maestro Alcofibras Nasier anagrama del gran Francisco Rabelais(primera parte del siglo XVI), cuyos personajes viajaban bajo los efectos del "pantagruélion" --una "mascota" que llevaban a bordo y que te hace devorarlo todo... dador de "cierta alegría de espíritu concebida a pesar de lo fortuito"... Rabelais era médico además y su vocabulario el más amplio de la historia... al menos del que tenga esta señora noticias... En relación a las herejías, leí en Iván Illich la frase: "criminalización del pecado"... a eso se dedicaron los teólogos romanos... y tanto dominicos como franciscanos se ocuparon de llevar a cabo esa transformación del pecado en crimen... Por ésta y otras cosas dijo Simone Weil (1909-1943) que la Iglesia es "una gruesa bestia totalitaria"...