martes, 25 de marzo de 2008

El espectador en la vitrina

Ubicado en la Colonia Doctores, el Hospital General de México funciona desde 1905. Está construido en un predio enorme que abarca toda una manzana, y su actividad es idéntica a la de una ciudad compleja en la que nunca se descansa.

Sus instalaciones se componen de pabellones generalmente bajos, muchos de una sola planta, otros de dos, y algunos edificios más recientes y de mayor altura dedicados a especialidades como oftalmología, dermatología, nefrología, neurología, cardiología, cirugía, patología, medicina interna, etcétera. Todos los pabellones son más o menos independientes uno del otro, pero están rodeados por un jardín que los une entre sí a través de corredores techados. Si uno no es un habitual, el Hospital General es un laberinto.

Por sus pasillos pasa de todo, incluido yo mismo, que pienso visitar el Museo de Patología, en el que se asegura se encuentra el hígado canceroso del ex presidente Lázaro Cárdenas. Así que mientras camino y me pierdo por los pasillos, pasa ante mi el mundo del Hospital General: doctores de pelo blanco y aspecto venerable, médicos residentes de todos los rangos, estudiantes internos vestidos de blanco hasta los zapatos, enfermeras de toda clase y color, afanadores de azul o rosa, de ambos sexos, que llevan a cabo una labor perpetua de limpieza; de reos encadenados a sus policías (indistinguibles unos de los otros), de bebés en camilla asistidos artificialmente y en tránsito entre pabellones, de pacientes despeinados y empiyamados que deambulan arrastrando su suero, que se arrastran en muletas o silla de ruedas, ciegos de bastón, pacientes rengos y contrahechos, familiares perdidos que preguntan cómo llegar a algún laboratorio o que comen tortas y beben refrescos en los prados del jardín.

Mientras deambulo por tan fascinantes corredores contabilizo calderas, plantas de luz, cocinas, cafeterías, laboratorios, una zona de deshechos al aire libre llena de bolsas rojas que dicen “tóxico”, fotocopiadoras, bibliotecas, quirófanos, zonas de pago laboral y sindical, banco, auditorio, estacionamiento, crematorio… y todo rodeado por frondosos hules, jacarandas, fresnos, pinos, pirules o eucaliptos, que a su vez dan refugio a una cantidad inmensa de gatos.

Finalmente, llego al destino programado (nunca mejor dicho) y accedo al Servicio de Patología, que está formado por un edificio de dos plantas, con salida lateral a una de las calles de la tristemente célebre colonia de los Doctores. Arriba, la zona de disecciones y especialidades. Abajo, el área de recepción de la materia prima con sus respectivas salidas: la del crematorio al otro lado del estacionamiento; y la de entrega a deudos a un costado, con lugar para carrozas. Por el frente, que da al interior del hospital, se llega a la biblioteca y al museo de órganos, mi objetivo final.

Nadie puede decepcionarse de llegar hasta aquí. El museo es alucinante. Está contenido en una sola sala con ocho vitrinas centrales dispuestas en series de dos y de otros tantos aparadores de exhibición pegados a las paredes. Las piezas se encuentran suspendidas en una especie de tabiques de distintos tamaños (según la pieza) transparentes y solidificados. La colección es magnífica.

Se trata de órganos humanos con patologías imposibles de ocultar, que supongo sirven de ejemplo a los estudiantes (y de lección de vida a los que no lo somos). La ficha de cada ejemplar es escueta: contiene sólo el nombre del órgano en cuestión y su enfermedad observable. A veces, la información es demasiado técnica para el lego común y corriente, como yo. Todas las piezas tienen un extraño color kosher, debido a un proceso de desangrado necesario para la conservación. Los tonos ocres estremecen desde el primer momento.

La muestra incluye toda suerte de intestinos ascariosos, pulmones negros y cochambrosos, riñones invadidos por piedras que se asemejan preciosas, cerebros agujereados, teñidos o carcomidos, fetos anómalos y deformes (otros no, y por cierto, es impresionante ver el desarrollo de un feto a las pocas semanas de vida, lo que obliga a reconocer que algunos argumentos antiabortistas no dejan de tener algo de razón), cólones amibiados, vesículas “con aspecto de porcelana” (literal de la ficha), o huesos metastatizados. También son observables toda clase de micetomas, hongos enormes y deformadores en los que apenas se descubre, después de un tiempo de observar, la forma en que están unidos a algún miembro externo, como una mano o un pie. De especial interés y horror resulta un estómago peludo y negro, del que logro saber que perteneció a alguien que tenía el tic de comerse el pelo, y luego de un tiempo comenzó a acumularlo y a sudarlo por ese noble órgano.

Los estudiantes toman notas y los curiosos husmean, y aun cuando muchos familiares o visitantes pasan de largo y evitan mirar hacia el museo, los que se animan a entrar tienen toda clase de reacciones. Incluso, unos niños señalan a su papá cuál tráquea les gusta más.

Por fin, me doy por satisfecho y camino hacia la salida del hospital para llegar al metro. Aunque el mundo hostil y su comercio ambulante me esperan en la calle, yo apenas noto nada. Caigo en cuenta de lo infrecuente que es, para la mayoría de nosotros los vivos, volver la mirada hacia adentro de nosotros mismos… Y una vez hecho eso, concluyo, es necesario cuidarse de no hacerlo muy seguido.

Pero sorteando las fritangas, los puestos de chanclas para pacientes, y las plumas y relojes orientales, llego a una más cómoda conclusión de toda la visita: para todos los que tenemos frustraciones de índole artística, no hay duda que resulta muy reconfortante constatar, a pesar incluso de nosotros mismos, que también podríamos ser expositores permanentes, o al menos artistas en potencia, del Museo de Patología del Hospital General.

(Este relato fue publicado originalmente en el primer número de la, ahora desaparecida , revista Paréntesis, en diciembre de 1999)

2 comentarios:

Monserrat sin t. dijo...

Recuerdo bien haber leído "el espectador en la vitrina" en Paréntesis y recuerdo también que con esa visita si mal no recuerdo cambio tu percepción sobre el aborto. ¿o no?

JHT dijo...

No cambió, pero sí comprendí a los que no piensan como yo. Lo que pasa es que David Huerta me acusó de ser de Provida, después de leerlo.