miércoles, 21 de mayo de 2008

El naufragio

Despierto aturdido en una playa, con la ropa hecha jirones. Sobre el mar cae un sol recalcitrante y se vislumbran ya los primeros restos flotantes de la embarcación. La marea los acerca poco a poco a tierra firme: un mástil fracturado, un tonel de agua, un velamen rasgado, una caja con víveres enlatados, dos sogas de cáñamo de regular tamaño...

A pesar de lo lastimoso de mi estado general, no hay tiempo qué perder: es momento de comenzar a recoger, nuevamente, los preciosos vestigios de mi último naufragio profesional.

1 comentario:

Anónimo dijo...

En alta mar, cuando se encuentra al Holandés Errante y se produce el inevitable naufragio, la tradición quiere que el marinero, para salvarse, se agarre al mascarón de proa. Eurídice no se da la vuelta, flota en las aguas tempestuosas mirando fijamente atónita y burlona el vacío del cielo, del mar, no al Orfeo abrazado a sus enaguas. Cuántas Eurídices, entre los mascarones de proa. El seno aflora y desaparece en el peplo y en la oscuridad; el fondo oscuro de las aguas las aguarda. Yo, agarrándome a ella me he salvado.
Claudio Magris (de su libro A ciegas Anagrama, Barcelona, 2006), citado por Carmen Tinajero